Por los excelentes pescados y mariscos que cada día llegan refrigerados directamente desde las costas, tanto por vía aérea como terrestre, y por la alta calidad de su preparación en los restaurantes de Madrid, hay quien se atreve a afirmar que esta ciudad, alejada del litoral, ‘es el mejor puerto de mar en España’.
De esa alta calidad y variedad tengo experiencias. Una de ellas muy reciente, cuando acompañada de mi hija Carmen e invitada por mi primo Carlos Argumosa y su hija Margarita, acudí a la marisquería El Barril, en la calle Goya 86. Es nuestro último domingo de vacaciones en Europa. Corre el mes de junio de este año 2018.
El restaurante, ubicado a unos pasos de uno de los edificios de El Corte Inglés en dicha vía, tiene el salón comedor dividido por láminas de vidrio semitransparente cual rígidas cortinas. Sobre ellas cuelgan adornos en madera, incitando a imaginar las claraboyas de un barco, mientras numerosos aparejos náuticos resaltan todos juntos enmarcados cual un cuadro. Entre ellos, sogas con diferentes tipos de nudos marineros. En una repisa descansan, junto a otros adornos, una copa y un decantador de vino con el sello del ron Brugal y un libro del buen comer. En un área aparte, un par de gigantescos erizos descienden del techo mientras varias suculentas piernas de cerdo cuelgan de una barra, junto a una pared revestida de azulejos color azul y blanco. Es que no por ser marisquería se limitan a ofrecer la comida de mar. Sus jamones ibéricos dan de qué hablar.
Platos para compartir
En vez de ordenar individualmente pedimos platos para compartir. Así degustamos diferentes comidas en raciones apropiadas. Eso sí, conforme a las sugerencias de Carlos, que es un gourmet y quien, a mi solicitud de vino tinto, me elige el Viña Ardanza, de La Rioja Alta.
Esta especie de ritual del buen yantar inicia con empanada de atún gallega. (El atún no va conmigo) y prosigue con salmorejo, una especie de gazpacho pero más espeso. En El Barril es traído a la mesa en un plato con una ligera hondura al medio, mostrando al centro los ingredientes sólidos sobre un tartar con sandía, bogavante y jamón. Toca al camarero echar con estilo el líquido, pero lo lanza con tal rapidez que no da oportunidad de observarlo. Este mozo anda con prisa. Le falta caché.
A seguidas toca el turno a la ensaladilla rusa con atún. No la pruebo. De inmediato vienen las zamburiñas. Me encanta su sabor, algo más suave y de menor tamaño que la vieira, cuya concha es muy parecida. (La concha de ambas es un símbolo del camino de Santiago, la ruta de peregrinaje a pie de fervorosos católicos hacia la catedral de Santiago de Compostela). Continuamos con una inusitada combinación de sabores: alcachofas con almejas. Luego vienen las gambas rojas. (En Santo Domingo diríamos camarones). Por mucho que me gustan, y pese a que estas proceden de Santa Pola, en Valencia, y están consideradas entre los mariscos más exquisitos, las paso de largo pues vienen con caparazón. No estoy en ánimo de ensuciarme los dedos para quitárselo, ni tampoco de limpiarlas con cubiertos, lo cual es sumamente incómodo.
Cierro la tanda de tanta sabrosa variedad de platos compartiendo con Carlos un besugo a la bilbaína. No puedo pedir más. Aún así, cuando mencionan los postres, se me hace agua la boca con las filloas rellenas de crema y canela: ‘dulces y delicadas blondas con exquisita crema pastelera y un suave aroma a canela’. ¡Qué gran final!
Fuente: Carmenchu Brusíloff