Un médico pediatra observa el comportamiento del hijo de una amiga común y me confía su sospecha de que ese niño tiene alguna discapacidad. Pero la madre asegura que su hijo está totalmente sano. Los síntomas, que saltan a la vista, para ella pasan desapercibidos, no quiere verlos, está en una etapa que viven todos los padres en una situación como esa: la negación.
La noticia luce tan mala, que nuestro cerebro se niega a aceptarla y rechaza pruebas y argumentos. Cuando tienes en las manos un diagnóstico, como Síndrome de Down, Síndrome de Asperge o autismo severo, es como si, en ese momento, quien te lo entrega hubiese tomado un martillo y destruido con él sueños que damos por sentado cuando nos nace un hijo. Te dices que se convertirá en un profesional, que escogerá una pareja y te dará nietos.
Renunciar a todo eso, duele de una manera indescriptible, así que evadimos asumirlo como cuando te persiguen con la jeringa que te curará pero le tienes más miedo al pinchazo que a la fiebre.
Porque aceptar que un hijo, carne de tu carne, andará por este mundo, de fieras y lobos, a una velocidad distinta a la del resto, que lo podrán engañar, violentar y rechazar aún más de lo que le ocurre a la media de los individuos, se vive como una pesadilla.
De ahí que hay países donde un niño así es sacrificable. Si viene con un síndrome, puedes descuartizarlo y echarlo a la basura. Es descartable, ese es el término que aplica. Así se libra a la familia de lidiar con la carga que representa, sin sopesar cuál podría ser el papel de ese pequeño entre los suyos. A qué vino. Porque así como cada estrella del cielo tiene su razón de ser, su función. Y cada hormiga creada tiene una tarea, ese ángel que se le coló en la barriga a su madre, también viene a la tierra con una misión.
Yo me pregunté, muchas veces, la razón de la existencia del mío. Y por qué me tocó. Para qué. Ahora, en que tantos hijos sanos reniegan de sus padres; en que el amor de muchos se mide por la cantidad de horas en que les permites usar el celular y el internet; en que la familia parece un estorbo, y un montón de padres descubren que, en lugar de sembrar en terreno fértil, se pasaron la vida arando rocas. Ahora, que tantos niños sanos parecen tan enfermos, entiendo qué significa en mi vida mi hijo con el Síndrome de Asperger, ese que me ama con locura, me defiende, me mima y me complace. Javier es un premio que no merezco, es un regalo. Ojalá que, si las sospechas del médico se cumplen, mi amiga pueda decir lo mismo de su hijo.
Fuente: Alicia Estévez