Mi padre alguna vez le preguntó a su madre, la artista Annette Nancarrow, qué opinaba de León Trotsky. No era una pregunta política. Solo quería su impresión del bolchevique exiliado, a quien había conocido primero en Ciudad de México a finales de los años treinta, en el estudio de su amigo cercano (y, mi padre sospechaba, futuro amante) Diego Rivera.
“Bueno, me sorprendió ver al líder del proletariado vestido con tanta elegancia”, recordó, muchas décadas después del asesinato de Trotsky por un agente soviético en 1940. “Su atuendo era impecable y me sorprendieron en especial los guantes parisinos de vaqueta que retiró de sus manos bellamente arregladas con manicura”.
La respuesta fue un clásico de Nancarrow. Como pintora, veía la parte de la superficie que revelaba al hombre interno, el dandi burgués dentro del feroz revolucionario. Al juzgar su carácter, percibió por qué había perdido su lucha de poder contra Josef Stalin por el control de la Unión Soviética: a la gente que se arregla las uñas por lo general no le gusta verlas manchadas de sangre. Y como conocedora de estilo, sabía reconocer la buena piel.
He estado pensando mucho sobre mi abuela desde que vi la exposición “Vida Americana” en el Museo Whitney en Nueva York. La exposición muestra la obra de los grandes muralistas mexicanos —Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros— y su influencia determinante en sus contemporáneos estadounidenses, incluidos Jackson Pollock, Isamu Noguchi, Ben Shahn y Thomas Hart Benton. Pollock dijo que el mural “Prometeo” de Orozco en Pomona College era “la pintura más grandiosa que se haya hecho en los tiempos modernos”. Benton fue más allá, y describió la obra de los maestros mexicanos como “el único gran arte de nuestro tiempo”.
Mi abuela, cuyo nombre fue Annette Margolis y nació en 1907 en una familia judía bien avenida de Nueva York, fue una de esas artistas cuya obra se vio moldeada en lo fundamental, su vida radicalmente alterada, por sus encuentros con los maestros mexicanos. Ella rompió las barreras culturales en una era de temor y aislamiento. Fue una mujer que ejercía su sexualidad con aplomo y se enamoraba y desenamoraba de hombres impresionantes, y en ocasiones dominantes, pero que nunca se permitió depender de ninguno de ellos. Sobre todo, era una artista independiente y productiva que vivió conforme al credo de Miles Davis de que “el principal deber de un artista es consigo mismo” —o consigo misma— pase lo que pase.
Y, en términos generales, ha sido casi olvidada por completo, como muchas otras mujeres que vivieron sus vidas adelantándose una o más generaciones a su tiempo.
A principios de la década de 1930 ella vivía la que desde afuera podría verse como una vida convencional, aunque privilegiada, de esposa joven y pintora en ciernes que estudiaba para obtener una maestría en Bellas Artes en el Teachers College de la Universidad de Columbia. Por las noches, regresaba a su departamento del Riverside Drive para prepararle la cena a su marido, un exitoso abogado de nombre Sidney Pepper, con quien se había casado cuando todavía estaba en la adolescencia. A los 25 años, dio a luz a su hija Cherry.
Su vida real era totalmente diferente.
Se unió a la Liga Estadounidense contra la Guerra y el Fascismo, un vástago del Partido Comunista. Se hizo pintar vestida, por Sandor Klein; desnuda, por Igor Pantuhoff, quien sustituía los rostros de las mujeres para conservar su anonimato. Conoció a los muralistas mexicanos: Siqueiros, Orozco y Rivera, quien estaba pintando un fresco en el Centro Rockefeller, mismo que posteriormente Nelson Rockefeller destruiría porque incluía un retrato de Vladimir Lenin.
También rentó un apartamento en la calle Barrow bajo otro nombre. En apariencia, tenía la intención de ser un estudio donde pudiera trabajar en su pintura. Pero, como ella confesó encantada en una entrevista más de cincuenta años después, su propósito real era “aprender ciertas cosas, sexualmente, para poder enseñárselas a mi marido” para enseñarle a ser “un poco más capaz en ese terreno”.
En 1935 ella y Pepper abordaron un crucero hacia Veracruz con la recomendación de un amigo de buscar a Louis Stephens, un empresario estadounidense que vivía en Ciudad de México. Fue amor —y lujuria— a primera vista: escribiría ella después en una carta sobre mi abuelo que “estaba por encima de mis sueños más descabellados en cuanto a su inagotable energía y variaciones en lo que respecta al tema del apareamiento”. Pepper, quien fue presa de un caso aparente de la “venganza de Moctezuma” durante su estancia, llegó a pensar después que mi abuelo lo había envenenado en secreto para poder pasar más tiempo con su bella esposa.
Ella volvió a México en dos ocasiones en un año. Durante el segundo año, llevó consigo a la pequeña Cherry, diciendo a su esposo que planeaba pasar unas semanas en Florida. Él se dio cuenta de la artimaña, la acusó de secuestrar a su hija, dio con su escondite en Ciudad de México y se llevó a Cherry. Mi abuela no vio a su primogénita durante años. Mi padre nació casi exactamente nueve meses después.
México transformó a mi abuela, o más bien, le permitió convertirse casi por completo en quien realmente era. “Ella entraba bailando al comedor al ritmo del mambo”, recordó Anaïs Nin, amiga de toda la vida de mi abuela, en sus diarios publicados sobre su primer encuentro en el Hotel Mirador de Acapulco a finales de 1948. “Cuando la conocí se había vuelto tan internacional, tan de mundo, tan políglota, tan a gusto con todo tipo de personas, que nadie podría haberse imaginado su infancia, su origen”.
Su conversación estaba repleta de recuerdos que tenían más que ver con el recuento de historias que de nombres.
Estaba su relato sobre haber pintado junto a Orozco en el mural de este último “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, a varios metros del suelo sobre un andamio en el techo de una de las iglesias más antiguas de Ciudad de México. Estaba la historia sobre el mono araña que tenía como mascota, Quismalona, que insistió en que mi abuelo se lo regalara a Rivera tras haber tenido una pesadilla en la que el mono estrangulaba a mi padre en su cuna (casi con toda seguridad, la criatura es una de las que aparecen en los autorretratos de Frida Kahlo). Estaba su matrimonio con Conlon Nancarrow —el tercero de sus cuatro maridos— un veterano de la Brigada Abraham Lincoln de la Guerra Civil Española, ahora reconocido como uno de los compositores seminales del siglo XX.
Y estaba la ocasión en la que rento su casa de Acapulco por 25 dólares a la semana a Norman Mailer, poco después de que la novela “Los desnudos y los muertos” lo habían convertido en una sensación literaria. Durante su estadía, Mailer echó abajo una puerta en una rabieta de borracho, atacó a su novia, hizo arreglos para ver un acto sexual con un burro y, por último —esta es la parte que pareció escandalizarla más—, estafó a mi abuela con el alquiler y a la empleada doméstica con su sueldo.
Uno puede darse una idea de la vida social de mi madre en México de finales de los treinta con una carta que escribió sobre una velada que ella y mi abuelo pasaron con Kahlo y su marido, Rivera.
“La comida fue excelente, aunque la conversación perdió algo de espíritu, había tantos temas que para Rivera eran tabú”, hizo notar. Mientras esgrimía un monólogo sobre la “explotación de las masas, los capitalistas, la ideología etc.” Kahlo, “una persona pequeñita”, regañó a su “enorme mole de marido con palabras ácidas y fuertes”: “Eres un mentiroso, no sabes de qué hablas, estás lleno de prejuicios estúpidos”. Todo esto hizo que fuera “muy difícil para los escuchas reír y hablar de nimiedades felices, si saben a lo que me refiero”.
Mientras crecía, sabía que tenía una abuela muy inusual, aunque a veces era algo narcisista. Un recuerdo de ella de cuando tenía 12 o 13 años, mientras comíamos sobras en su apartamento de Ciudad de México:
“Bret”, dijo, con un humor socarrón, “cuando el sexo es bueno, es realmente bueno”.
“Ah, muy bien, abuela”.
“Y cuando no es tan bueno, sigue siendo bastante bueno”.
Murió en 1992, cuando yo cursaba la universidad. Cuantos más años pasaban, más reconocía su talento como artista. Ella siempre se había visto opacada por la formidable compañía que tenía. Mientras Rivera, Orozco y Siqueiros buscaban retratar a México a través de lentes ideológicos y mayormente idealizados de lucha de clase y revolución, ella trataba de pintar a los mexicanos tal como eran en realidad.
En una pintura al óleo de 1944, retrata a una pareja de campesinos acariciándose tiernamente; el hombre mira al suelo, en aparente derrota, la mujer mira hacia el cielo, decidida. Una pintura de un año después captura a un niño sentado sobre un banco, que sostiene lo que parece ser ya sea un cigarro o un pedazo de tiza y piensa. Un dibujo al carbón de 1960 muestra a un ranchero, con el rostro volteado hacia el lado, la ansiedad en sus ojos y la tristeza en la boca. Su única obra explícitamente política “Homage to the Women Who Lost Their Lives in the Spanish Civil War”, de mediados de la década de 1930, manifiesta un sentido de duelo absoluto, algo que debe haber sentido ante la pérdida de Cherry.
Tal vez lo más sorprendente, para mí, es el contraste entre el famoso retrato de Orozco de mi abuela y su autorretrato. En el primero, se la ve confiada, seductora y glamorosa; en el segundo, vulnerable, sin adornos. La brecha entre la mujer vista a través de la mirada de un hombre embelesado y la manera en la que la mujer se ve a sí misma no podría haber sido más lejana.
Esto no es para decir que fuera una gran pintora. ¿Comparada con Kahlo? Ni se le acerca. Parte de su trabajo es extraordinario; buena parte se siente competente e interesante, pero no convincentemente original. Hoy, se le habría acusado de “apropiación cultural”, en específico, debido a su fascinación con las figurillas precolombinas, que moldeó en piezas de joyería esculturales. Pero haber hecho de México su casa durante más de medio siglo, tal vez para ella debió sentirse más como una celebración cultural.
Siento un profundo orgullo de ser su nieto, más aún cuando aprendo de adulto a apreciar cualidades de su carácter que me eran desconocidas de niño. Nacida con suficiente riqueza que podría haber estado por encima de los traumas de su edad, todo el tiempo buscó la rebelión y el riesgo. Afortunada con los saltos que dio de un lugar, y un matrimonio, a otro, se mantuvo en movimiento siempre que su ansiedad se apoderaba de ella. Participó en uno de los grandes movimientos artísticos de su época y —adaptando la frase sobre el alcohol de Winston Churchill—ella le sacó más provecho de lo que el movimiento obtuvo de ella.
Sobre todo, fue infaliblemente fiel a sí misma. Que haya sido así en una época en la que tantas puertas estaban cerradas para las mujeres y estaban bajo el yugo de tantos tabúes, la hace mucho más notable e inspiradora. La verdadera obra de arte que pintó fue su propia vida.
Fuente: The New York Times