¿Qué mejor manera de interrumpir una rutina que viajar a un lugar desconocido para mí? Pensar así me llevó a un viaje por carretera, de ocho horas y 517.4 millas (unos 832 kilómetros) desde Texas hasta la hermosa joya antigua de Nueva Orleans.
Con solo días de anticipación logré reservar en The French Market Inn por US$265.00, un cuarto de amplias dimensiones, rústica pero elegante decoración y un balcón espacioso con una interesante vista de la calle Decatur y el barco Natchez. Desde mi cuarto podía oír la música del calíope antes de partir.
(El Natchez es un buque de vapor que realiza cruceros por el río Misisipi y presenta jazz en vivo y tocan el calíope, un órgano de tubos al vapor, instrumento típico americano).
Tras registrarnos en el hotel, mi pareja Manolo y yo, envueltos por un clima húmedo y caluroso, nos dirigimos hacia la Plaza Jackson, en cuyo centro se levanta la estatua ecuestre del general Andrew Jackson (héroe de la batalla de Nueva Orleans contra los británicos, y presidente de Estados Unidos 1829-1837). Artistas callejeros y guías ofreciendo excursiones en coches tirados por caballos conforman un ambiente bullicioso en esta plaza, en cuyo entorno se levantan el Cabildo y la catedral St. Louis, considerada la más antigua de la nación.
Huyendo de la alta temperatura entramos a la cervecería Crescent City Brew House, donde el menú ofrece opciones realmente peculiares. Entre ellas, cocodrilo frito y tarta de queso de mariscos. Decidimos compartir cangrejos rellenos de camarones y la aparentemente legendaria tarta: una combinación de camarones y cigalas al horno y una mezcla de quesos importados con carne de cangrejo, pimiento rojo y mayonesa. Nuestra siguiente parada es la calle Bourbon, donde tres oficiales de policía en uniforme tradicional observan la multitud de personas. Era un puro caos. Nos desplazamos por el lugar leyendo los anuncios y frases provocativas en las tabernas. En cada esquina la gente baila al son de los instrumentos que tocan músicos ambulantes y de drones tocados rítmicamente por niños, imitando el sonido del tambor. Es un entorno vibrante con una representatividad de personas de alrededor del mundo, con estilos y expresiones de lo más coloridos.
Alejándonos del magnetismo de la calle Bourbon vagamos por este emblemático French Quarter (Barrio Francés) con sus casas criollas y coloniales de balcones en hierro forjado cual encaje y fachadas en estuco o madera. Nos parece estar estancados en los años del 1700. Seguimos a la calle Saint Ann. Entramos a la tienda de cigarros N’Awlings Cigar & Coffee. Con dos cigarros que compra Manolo, una botella de vino espumoso que adquirimos en la calle Decatur y un delicioso Jambalaya (plato de la cocina cajún, de sazón picante), compuesto de arroz, camarones y vegetales, junto a un Po Boy, bocadillo tradicional de bagre que ordenamos en New Orleans Hamburger and Sea Food Co, nos sentamos en el balcón del hotel a mirar la juerga nocturna de Nueva Orleans.
Pero no podía irme de la ciudad sin probar el beignet, pastel francés de coles fritas. Así que a la mañana siguiente estuvimos de pie bajo el sol más de veinte minutos para ordenarlo en el conocido Café Du Monde, abierto las 24 horas y siempre con filas de gente esperando. Una orden de tres beignets cuesta US$2.73. Compramos nueve beignets y un jugo de naranja. Aún teníamos tiempo para entrar a un local de café artesanal en la calle Saint Peter: el SpÏtfire Coffee, pequeño pero limpio y con opciones de tipos distintos de café, tanto caliente como frío. A la hora de partir me quedo con el deseo de llevarme en un bolsillo el chispeante ‘joie de vivre’ de Nueva Orleans.
Fuente: Carmen Ureña Ramos